Cuando sientas que el sufrimiento llega a tu vida, que las cosas empiezan a salirte mal, que los amigos ya no te aprecian como antes, que la felicidad de la que disfrutabas se esfumó, que perdiste la salud, que tu familia se desmorona, que todos parecen estar en contra tuya, que tus seres queridos empiezan a faltar, que eres víctima de una acusación injusta, en fin…, no pierdas la calma, sé paciente, procura mantener el ánimo; los momentos dolorosos traen consigo muchas cosas buenas que es preciso aprender a valorar. Te lo digo por experiencia personal.
El sufrimiento, grande o pequeño, nos ayuda a crecer y a madurar, nos permite apreciar lo que tenemos y que antes ni siquiera habíamos visto, nos enseña a comprender a los demás.
El sufrimiento saca a flote recursos de nuestra personalidad que no conocíamos, nos hace más humanos en el trato con las otras personas, más fuertes para enfrentar las dificultades que se nos presentan inevitablemente en el transcurso de nuestra vida, más decididos y constantes en la búsqueda de lo que queremos, en la realización de nuestros proyectos.
Cuando no nos dejamos vencer por el dolor, por las limitaciones, por las incapacidades, por la angustia, por la tristeza, por el abandono, por la soledad, sino que los aceptamos y nos sobreponemos, crecemos como seres humanos, maduramos.
Lo importante es tener fe, creer que no estamos solos, que Dios está ahí para ayudarnos porque nos ama, hacer un gran esfuerzo y superar el sufrimiento de frustración que nos hunde y seguir adelante.
En el sufrimiento, aceptado y vivido con paz, Dios se hace presente en nuestra vida y nos enriquece con sus gracias, especialmente con la esperanza de que un día, más o menos cercano, todo volverá a ser como antes, o mejor que antes.
Y otra cosa. Puedes unir tu dolor al sufrimiento de Jesús en la cruz y ofrecerlo a Dios Padre, por la salvación del mundo. De este modo le das un sentido y un valor trascendente.